Una afición que tengo, que hace mucho que no practico, y que me gustaría retomar en algún momento, es jugar al rol. Uno de mis juegos favoritos es Mago: la Ascensión; en él, los jugadores interpretan a unos magos que tratan de permanecer ocultos al resto de la humanidad. Los magos pueden manipular la estructura misma de la realidad, a través de nueve dimensiones, llamadas esferas. Está la esfera Fuerzas, que controla los flujos de fuerza y energía; Entropía, que controla el azar, el caos, las probabilidades y el destino; Conexiones, que controla el espacio y las distancias; Tiempo, que es autoexplicativa, etcétera.
Dos de las esferas de Mago, que con frecuencia son las favoritas de muchos jugadores, son las de Vida y Materia. Y su distinción es simple: Materia permite controlar todo aquello que es inerte, mientras que Vida se asocia con aquello que está vivo.
En nuestra vida diaria, diferenciar lo que está vivo de lo que no lo está parece fácil. Distinguimos rápidamente entre un árbol y una roca, entre un perro y una silla. Tradicionalmente, se ha designado a los seres vivos como aquellas entidades que tienen una fuerza vital, una suerte de esencia que les permite hacer lo que hacen y les diferencia de aquello que no son capaces de hacerlo. Sin embargo, el vitalismo —así se conocía a la corriente de pensamiento que defendía esta idea— cayó cuando, en pleno siglo XIX, Friedrich Wöhler sintetizó la urea, una sustancia de origen biológico, solo empleando métodos químicos, sin la intervención de ningún ser vivo.
Hubo que pensar nuevas formas de definir la vida. Y algunas las encontramos en los libros de texto del instituto. «Los seres vivos nacen, crecen y se reproducen», decimos a menudo. A veces se añade eso de que mueren, pero sabemos que hay muchos seres vivos que son virtualmente inmortales —la muerte es un invento evolutivo—, así que mejor la omitimos.
Pero esta definición aparentemente sencilla y funcional se desmorona al enfrentarse a casos extremos. ¿Es un cristal de sal «vivo» cuando nace a partir de la evaporación del disolvente, crece a medida que más iones se van depositando en su matriz, y se reproduce formando nuevos cristales cuando se fragmenta como lo haría una estrella de mar? ¿Y el fuego? Es muy probable que las culturas más antiguas de seres humanos creyeran que se trataba de un ser vivo, que nace, crece, se reproduce, e incluso se alimenta, dejando tras de sí solo desechos. ¿Y qué hacemos con los virus, esas entidades que se sitúan en una incómoda frontera entre lo vivo y lo inerte?

El reto de definir la vida
Las definiciones tradicionales de la vida han sido útiles para fines educativos y prácticos, pero tienen sus límites. Decimos que un ser vivo nace, se nutre, crece, se reproduce… pero hay entidades que hacen cosas que podrían parecer lo mismo y no se consideran vivas. La forma en que modelamos la realidad depende del nivel de complejidad que estamos dispuestos a asumir, y si bien ese modelo tan simple funciona para un gallo o para una mesa, no funciona para esas entidades extrañas que parecen seres vivos sin serlo. ¿O es que sí lo son?
¿Dónde trazamos la línea?
Algunos apuestan por definir la vida según una de sus propiedades más fascinantes y maravillosas: la evolutiva. Sin embargo, virus, viroides y otras entidades tradicionalmente consideradas no vivas evolucionan, y lo hacen mucho más rápido de lo que lo hace cualquier ser vivo. ¿Qué hacemos?
Otros apuestan por aceptar el principio de biogénesis, todo ser vivo está constituído por células que proceden, a su vez, de células previas. Eso podrá venir bien para dejar claro que lo que llamamos «seres vivos» lo son. Pero ¿qué hay de un virus que evolutivamente de células? Hasta donde sabemos, los virus no son un grupo monofilético de entidades, es decir, que no tienen todos un origen común, sino que hay virus que se han ensamblado por sí solos, y otros que derivan de una sobresimplificación evolutiva, y descienden de organismos celulares. Estos virus de origen celular no son organismos constituídos por células, pero sí descienden de células. ¿Están o no vivos?
Y digo más. Si toda célula procede de otra célula, ¿de dónde procede la primera célula? Es bien sabido que los primeros organismos celulares se ensamblaron a partir de biomoléculas presentes en el medio, que se ensamblaron de distinta forma y adquirieron esas nuevas propiedades emergentes que llamamos «vida». Pero si esos organismos celulares proceden de organismos no celulares, ¿no estamos violando el principio de biogénesis?
Otros prefieren definir la vida como aquellas entidades que presentan metabolismo. En ese caso, todo parece ir mucho mejor, pues es fácil saber si un organismo tiene o no metabolismo. Pero de nuevo, puede haber problemas. Nosotros podemos extraer los componentes de una célula, dejarlos en un tubo de ensayo y añadirle distintas sustancias, y observaremos que el metabolismo sigue funcionando. ¿Es el contenido del tubo de ensayo un ser vivo? ¿Y los virus que, sin tener metabolismo propio, disponen de enzimas capaces de crear nuevas rutas metabólicas en las células que infectan, que ellas no tenían previamente? Eso es, por ejemplo, lo que hace el VIH.

La vida como un continuo
Para aclarar esta confusión, los biólogos Humberto Maturana y Francisco Varela propusieron el concepto de autopoiesis, que redefine la vida como la «capacidad de una entidad para autoconstituirse y mantener su propia estructura en un espacio físico». En esta visión, la clave de la vida no son los procesos metabólicos ni la evolución per se, sino la capacidad de un sistema para ser a la vez el productor y el producto de sí mismo.
Este concepto lleva a una conclusión importante: la vida no es una categoría binaria, sino un espectro con entidades claramente inertes en un extremo —como un fragmento de vidrio—, formas inequívocamente vivas en el otro —como tú—, y un amplio territorio intermedio. En esta «zona gris» se encuentran virus, viroides y organismos sintéticos, desdibujando las distinciones tradicionales.
Un modelo espectral en oposición a las encorsetadas categorías dicotómicas.
El enfoque continuo de la vida tiene profundas repercusiones en la ciencia y la filosofía. Por un lado, cuestiona las fronteras conceptuales que tradicionalmente hemos dado por sentadas, empujándonos a pensar más allá de los límites humanos. Por otro lado, plantea cuestiones éticas y prácticas: ¿cómo definimos lo que merece protegerse o incluso considerarse vivo? ¿Cómo sabemos si esa entidad hallada en otro planeta está o no viva?
La vida no cabe en las casillas que los humanos hemos diseñado. Desde muchos lugares, se tiende a exigir que las respuestas sean claras, absolutas, binarias. Pero la vida no es un estado absoluto, sino un continuo dinámico que abarca realidades inesperadas y escalas de complejidad. Adoptar esta perspectiva nos permite reconciliarnos con la riqueza de la biología y abrazar su diversidad.

Referencias:
Boden, M. A. 2000. Autopoiesis and Life. Cognitive Science Quarterly, 1, 117-145.
Chodasewicz, K. 2014. Evolution, reproduction and definition of life. Theory in Biosciences, 133(1), 39-45. DOI: 10.1007/s12064-013-0184-5
Gómez-Márquez, J. 2021. What is life? Molecular Biology Reports, 48(8), 6223-6230. DOI: 10.1007/s11033-021-06594-5
Varela, F. J. et al. 1973. De Máquinas y Seres Vivos: Una teoría sobre la organización biológica. Editorial Universitaria.
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